martes, 17 de abril de 2012
Juan-José Domínguez ¡¡Presente!!
No era infrecuente que, en los campamentos de Juventudes de los años setenta, se titulara alguna tienda con el nombre de “Juan Domínguez”. Era el gesto de rebelión con que los jóvenes militantes hacían memoria de uno de los falangistas –no fue Domínguez el único- a los que Franco mandó fusilar.
Alfredo Amestoy, en un meritorio artículo publicado en “El Mundo” de 5 de septiembre pasado, evocaba lo sucedido, refiriendo una entrevista con la que fue su esposa, Celia Rodríguez.
Del asunto ya había escrito Stanley Payne, en “Phalange”, que publicó “Ruedo Ibérico” en París, en 1965. Y también, con más profundidad, Arnaud Imatz, en “José-Antonio et la Phalange Espagnole”, que vio la luz en “Albatros”, en 1981.
En la práctica, la Unificación decretada por Franco en abril de 1937 no había supuesto la integración de los falangistas y los carlistas, sino la verdadera creación de un nuevo partido, el partido franquista, en el que, de grado o por fuerza, se agruparon todas las fuerzas políticas del bando nacional. Que el nuevo partido llevara el nombre de "Falange Española Tradicionalista” no era relevante, sino de cara a la utilización descarada de todo aquello que de atractivo podría tener la Falange genuina.
Si a los falangistas originarios no les satisfizo la imposición, tampoco a los carlistas, quienes, además, se sentían preteridos en la provisión de cargos en la organización unificada. Y ello generó un ambiente de descontento que estalló el 16 de agosto de 1942, con motivo de la romería que los veteranos tradicionalistas organizaban anualmente en Bilbao, en el santuario de la Virgen de Begoña.
Si no hubieran pasado circunstancialmente por allí algunos falangistas, probablemente no hubiera ocurrido nada. El franquismo, de modo nada infrecuente, permitía dar escape a las frustraciones de falangistas y carlistas, en actos públicos, generalmente a campo abierto y en lugares aislados, tolerando desahogos en forma de gritos, discursos más o menos incendiarios y canciones más o menos rotundas, que al cabo aliviaban tensiones y para nada perjudicaban al Régimen.
Como Alcubierre para los falangistas, como Montejurra para los carlistas, hasta que Fraga Iribarne mandó lo contrario, como tantos campamentos juveniles en los que se oían arrebatadas proclamas revolucionarias bajo los inocentes pinares, así también se esperaba que Begoña fuera un inocuo evacuatorio de desengaños. Y allí se citaron unos cuantos viejos requetés, entre quinientos y mil, presididos por el general Varela: requetés que, a la salida de la Misa, entonaron gritos de “¡Viva el Rey!”, “¡Viva Fal Conde!”, “¡Abajo el Socialismo de Estado!”, “¡Abajo la Falange!”, e incluso -dijeron haber oído los falangistas- “¡Abajo Franco!”.
Lo que no tenía que suceder sucedió, y fue que tres falangistas bilbaínos paseaban con sus novias por las inmediaciones. Eran estos Berastegui, Calleja y Morton. Oyendo estos aquellos gritos, dieron en responder gritando “¡Viva la Falange!”, y “¡Arriba España!”, lo que los carlistas tuvieron por provocación, enzarzándose en una ensalada de golpes. Una segunda coincidencia, desgraciada por lo que de ella resultó, es que pasaran por la zona otros cinco falangistas, que acudían a Archanda, para ir después a Irún, a recibir a algunos repatriados de la Divisón Azul. Eran Jorge Hernández Bravo, Luis Lorenzo Salgado, Virgilio Hernández Rivaduya, Juan-José Domínguez, Roberto Balero y Mariano Sánchez Covisa.
Al pasar por Begoña, apercibidos de la trifulca, en la que los tres falangistas, por evidente inferioridad numérica, llevaban la peor parte, decidieron intervenir. Y al bueno de Juan-José Domínguez no se le ocurrió mejor idea que dispersar a los carlistas arrojando una granada de mano, que les ocasionó setenta heridos leves.
Los falangistas, considerándose los agredidos, fueron a denunciar los hechos en la comisaría de Policía. Y los carlistas, juzgando serlo ellos, hicieron otro tanto, cargando no poco la mano, al tildar la intervención de los falangistas de “ataque al Ejército”, en consideración a la presencia de Varela: acusación bien grave en aquellos años de posguerra.
Aunque la granada se arrojó en las cercanías del templo, cuando Varela se encontraba todavía en su interior, éste se tomó el asunto como cosa personal y dio palabra de venganza, en el vestíbulo del hotel Carlton de Bilbao: “-Se hará justicia. Yo me encargo de ello”.
Y en la balanza de la justicia de aquel Régimen pesaba mucho más el espadón de Varela que los méritos de guerra que pudieran lucir los falangistas, de modo que el Tribunal Militar que les juzgó no tuvo duda en condenar a muerte a dos de ellos, a Calleja y a Domínguez, lo que sucedió el 24 de agosto de 1942. Justicia rápida era aquella, condena a muerte a los siete días de los hechos; y poco escrupulosa, que menguado sería el derecho a la defensa que en semejantes condiciones pudieron ejercitar los acusados.
De nada le valió a Domínguez su calidad de Vieja Guardia, los servicios prestados en ocasiones señaladas, antes de la guerra, como el el tiroteo de Aznalcóllar, o en ella, al pasar repetidas veces de una zona a otra, en misiones de información.
«Murió cantando el Cara al sol y con la camisa azul, pero sólo la primera estrofa, porque la Guardia Civil tuvo buena puntería. Apenas pudo terminar de decir: "Que tu bordaste en rojo ayer"».
viernes, 13 de abril de 2012
martes, 10 de abril de 2012
RECUPEREMOS LA CALLE
OKUPACION SI, PERO CON CABEZA, AYUDA A LOS VECINOS, RESTAURA, NO CREES PROBLEMAS, QUE LA GENTE SE DE CUENTA QUE UN CENTRO OKUPADO POR NOSOTROS NO SE PARECE A LO QUE HABITUALMENTE VEMOS.
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